Lueve sobre la ciudad. Los buses salpican agua sobre las aceras. Los rayos de sol comienzan a ocultarse. El taco del zapato se atasca en la rejilla. La hora... ya es tarde. Dejas el zapato atrás. A esas alturas, lo material pasa a segundo plano. Acabas de renunciar a la editora, y te sientes libre. Al fin podrás hacer lo que quieres. En el minuto, nada saca de tu cabeza un buen jarro de cerveza junto a un cigarrillo, en el boliche de la esquina. Ese que te vio desvanecer por primera vez gracias al alcohol. Ese que a los 15 te vio bailar y dar tu primer beso, el que a los 18 te dejó encerrada en el baño junto al chico de al lado. Ese que fue el supuesto lugar de estudio en noches de sexo, alcohol y drogas. Ha pasado el tiempo, y mucho. A la gente de esa época ya no la ves. Se quedaron en una burbuja que ya no se rompió. A veces escuchas sus nombres bajo seudónimos de juegos, pero bien a lo lejos... casi que se confunden con las luciérnagas de los campos.
El celular comienza a sonar, pero lo lanzas al río. No... ya basta con el sistema. La personita verde del semáforo parpadea, pero cruzas igual, lentamente, tranquilamente, airosamente. Un bocinazo, un apúrate weona... pero que mas da. Llevas la emoción a flor de piel.
Se aproxima el reencuentro. Ya estás por llegar a la fuente de agua. El corazón late con más fuerza. El tallado sobre el árbol aún está, retocado hace poco, notas.
El cielo se ve precioso. Las nubes se han disipado, pero continúa cayendo agua, transformando el paisaje caótico en algo armonioso. Una transformación así como la de tu vida, como la del día. El fin de algo seguro, y el inicio de un vagaje con un sin fin de preguntas a cuestas.